He sacado este hilo de las tinieblas para contaros una historia algo guarra que me pasó esta noche en el gimnasio.
Resulta que hay un chaval de unos veinte años que me llamó poderosamente la atención el otro día, la primera vez que lo vi. El pobre no es muy agraciado de cara y encima está siempre con la boca abierta, como esperando que le entre un moscardón. Es aún más bajo que yo pero su cuerpo es extraordinariamente fuerte, musculado, con una genética formidable para las pesas. Es curioso que su cintura esté más baja de lo habitual, proporcionándole unas espaldas largas y fuertes y al mismo tiempo unas vigas de acero a modo de piernas y glúteos. Creo firmemente que ser paticorto tiene que ver con un mayor desarrollo de los miembros inferiores. También de la polla.
Pienso, sin duda ninguna, que el muchacho es dueño del mejor ejemplar de estaca de todo el gimnasio. Su grosor es bestial, increíble, en torno a los 17 centímetros o más, y va acompañada de un par de cojones gordos como puños en una bolsa que se descuelga entre los cuádriceps fornidos, cayendo por su propio peso. He podido calcular el grosor a ojo de buen cubero porque en el vestuario y las duchas el chaval no puede evitar tener la más potente de las erecciones posibles. Su miembro se transforma en un amasijo de venas salientes que bombean sangre sin cesar para poder mantener semejante mástil en pie. No sé si le excitan los hombres o el simple hecho de exhibir su salami, pero el hecho es que no duda en pasearse de tal guisa ante la mirada atónita de todos los presentes.
Pues bien, hoy coincidimos en el vestuario cuando él llegaba de la sala de pesas con su compañero de entrenamiento, ambos hinchados, congestionados, y yo estaba a punto de irme. Tenían sus objetos en el mismo banco en que yo estaba sentado, justo a mi lado. Cuando se disponía a despojarse de la ropa sudada, el chico exclamó:
- ¡Y ahora, a quitarme la ropa! ¡A oler a hombre!
Dicho y hecho. Se libró de la camiseta y el pantalón corto, dejando a la vista su cuerpo rocoso… y una impresionante erección de su megalito. En ese preciso instante invadió la atmósfera un fortísimo e intenso olor acre, tan denso que se podría cortar con un cuchillo. Olía a polla. A polla brava, salvaje, montuna. Feromona destilada, directa al centro del cerebro. Al momento sentí su aspecto tan contradictorio: por una parte, me repugnaba de tan concentrado, pues jamás, en ninguna de mis correrías, había encontrado un miembro que despidiese una esencia tan penetrante; pero a la vez me sentía atraído hacia el abismo de su entrepierna, a la contundencia granítica de su herramienta, a la desmesura de sus proporciones. Pasó como una exhalación a mi lado para abrevar su obelisco en el sanitario, de piernas abiertas, mientras contraía sus glúteos grandes y estriados. La erección que llevaba al pasar ante mis ojos me hizo anhelar aún más el calor animal que emanaba su verga.
Me quedé unos segundos sentado en el banco, calibrando el aroma, desgranando sus matices, recreándome en la masculinidad que me envolvía. Él ya se había internado en las duchas, pero el espíritu de su cipote me envolvía aún, pesando en el aire, como si quisiese residir exactamente en aquel lugar. Finalmente, y temiendo ser observado en tal estado contemplativo, me levanté y abandoné el asiento. Me fui impaciente por volver a encontrarlo.